“Todos estamos medicados”: relatos de jóvenes uruguayos que sufren ansiedad, no pueden dormir y viven agobiados.
Falta de aire, miedo excesivo, insomnio, angustia… Entre medicaciones, terapia y actividades que parecían quedadas en el tiempo, el diario El País de Montevideo publicó, con la firma de Guillermina Uteda, un “retrato coral” sobre el trastorno de ansiedad, cada vez más presente entre jóvenes. Hablan pacientes y médicos.
No hay estadísticas que alcancen para reflejar una generación que no puede dormir, que se siente abrumada, que necesita respirar hondo antes de contestar un mensaje. Jóvenes que huyen con ataques de pánico en situaciones sociales, que se despiertan con el corazón galopando, que viven con una pastilla en el bolsillo “por si acaso”. Lo llaman ansiedad, pero es mucho más que eso: es una forma de vivir con miedo, con culpa, con una sobreexigencia constante que carcome por dentro.
“Sentía que me iba a morir”, “me faltaba el aire”, “pensaba que estaba loca”. Los testimonios se repiten y encarnan miles de metáforas: “Mi cuerpo se siente como una carrera de caballos”. Algunos empezaron en la adolescencia. Otros, tras la pandemia. Pero la mayoría no recuerdan haber vivido sin ansiedad nunca. Lo cierto es que algo está pasando. Algo que va más allá de lo clínico. Algo que se cuela en nuestros vínculos, en nuestra forma de trabajar, de entender el éxito, de buscar consuelo.
Muchos atraviesan esa sensación de vivir al borde. Hablan del ataque de pánico, de la angustia, de la medicación, de la vergüenza, de los mecanismos que cada uno encuentra para sostenerse. Esta no es solo una nota sobre salud mental. Es un retrato generacional hecho de retazos como un puzzle de piezas que encajan como un guante. Un intento por ponerle palabras al ruido interno que no cesa. Al demogorgon que nos está comiendo por dentro: la ansiedad.
Los datos sobre la ansiedad en Uruguay
No solo le pasa a los jóvenes, claro, pero el trastorno de ansiedad está más presente en las nuevas generaciones. Una reciente encuesta de Cifra, publicada en octubre, indica que el 13% admitió sufrir algún problema vinculado a la salud mental, más frecuente en Montevideo, entre las mujeres, los menores de 45 años y los más educados. Otro 13% de los encuestados dijo que otro miembro de su hogar sufre algún problema de salud mental.
Por distancia, las enfermedades más mencionadas por los encuestados son la depresión (36%) y la ansiedad (33%). Pero cuando se hila más fino, la depresión es mucho más frecuente en el interior y entre los mayores de 45 años. La ansiedad, mientras, domina ampliamente entre los menores de 45 años y sobre todo en los de menos de 30; allí la mitad de los que dicen sufrir problemas de salud mental menciona este trastorno.
Y en el mundo, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el 4,4 % de la población mundial sufre un trastorno de ansiedad (lo que equivale a unos 359 millones de personas) pero cerca del 30% de las personas tendrá ese trastorno en algún momento de su vida.
Si hay algo que aparece con mucha fuerza en casi todos los relatos de jóvenes consultados por El País es la pérdida del tabú. Lo que antes era vergüenza, hoy se comparte.
—Ya no lo escondo. Hablarlo me alivia. Si lo oculto, le doy poder —dice Florencia.
—Con mis amigas lo hablamos: casi todas estamos medicadas, así que nadie juzga —sigue Valentina—. Yo hago chistes sobre el escitalopram como otros hacen sobre la sal. Sacarle dramatismo ayuda a que otros pidan ayuda.
La ansiedad no solo golpea hacia adentro. Se filtra en los vínculos, en la productividad.
Los especialistas coinciden en que sus efectos no siempre se contabilizan: horas de trabajo perdidas, licencias médicas, bajo rendimiento académico. Pero también está lo que no se mide: el aislamiento social, los vínculos rotos y la distancia, la imposibilidad de disfrutar lo cotidiano, la carrera donde la meta se aleja a medida que corremos. Como un hámster en una ruedita, una carrera sin fin.
“La mayoría de quienes consultan describen síntomas cognitivos como la aceleración del flujo de pensamientos, el pensamiento catastrófico o polarizado —es decir, llevar todo a los extremos—, además de distorsiones como creer que preocuparse es útil o que anticipar escenarios negativos protege”, cuenta la psicóloga clínica Federica Martínez. Y los cuerpos hablan porque, en paralelo, aparecen síntomas físicos frecuentes: palpitaciones, dolores en el pecho o en la espalda, bruxismo, insomnio, irritación e hipervigilancia.
Como explica la psicóloga Micaela Fraga, “la ansiedad no es solo un fenómeno mental: se manifiesta en el cuerpo y lo desgasta”.
—Los domingos eran los peores. Sin rutina, el vacío me aplastaba. Comía de más, o no comía nada. Me dolía la espalda. Me decía a mí misma: no seas pendeja de mierda, ya se te va a pasar. Hasta que entendí que no era un capricho: era una condición —explica Florencia.
Para Fraga, lo que antes se naturalizaba como “la vida misma” hoy se nombra como síntoma. “Cansancio excesivo, la sensación de no dar más, angustias desbordantes, síntomas gastrointestinales, desregulaciones hormonales. De todo. Los jóvenes ya no lo callan, lo consultan”, explica. La ansiedad deja de ser un murmullo íntimo y pasa a instalarse como diagnóstico.
Dice Valentina:
—Lo vivo como un bloqueo mental repentino. Mi cabeza solo imagina el peor escenario posible. Me levanto de madrugada con el corazón acelerado. Y aun así, durante años lo escondí porque no quería que nadie pensara que estaba loca”.
Historia. No podía estar sola, en su casa ni en la calle
Una mujer empezó temiendo que a sus familiares les “pasara algo” y le generaba “mucha ansiedad que no estuviesen todos en casa”, por lo que pedía que siempre alguien se quedara con ella. El caso lo relata el psiquiatra Freddy Pagnussat, ya que llegó a su consultorio. “Al principio esto alcanzaba para tranquilizarla pero luego se sumó que, aun cuando la acompañaran, temía por los que no estaban con ella”, dice el médico. Después pidió que la acompañaran cuando salía a la calle y, en una escalada de ansiedad, ya no estaba cómoda ni en casa ni fuera, ni sola ni acompañada. “Y bueno, tarde, pero llegó a la consulta por estos síntomas”, recuerda el psiquiatra Pagnussat.
Miedo y preocupación por la ansiedad
La psiquiatra Natalia Trenchi dice que la ansiedad es uno de los motivos de consulta más frecuentes y aporta una definición didáctica: en sentido clínico, es una emoción displacentera. “No es inquietud ni impaciencia, como a veces se piensa; es preocupación y miedo. Es nuestro sistema de alarma, frente a una amenaza suena y nos prepara para actuar. Es normal y deseable experimentar ansiedad frente al peligro. Deja de ser normal cuando la alarma se dispara sin motivo o impide la vida cotidiana: el niño que no se queda en un cumpleaños por separarse de sus padres; el adolescente que evita a sus pares por miedo al juicio”.
El tratamiento, dice, se adapta a cada caso: psicoeducación a familias, terapia cognitivo-conductual y, si corresponde, apoyo farmacológico. “Es tratable y curable. Vale la pena pedir ayuda”, aconseja.
El psiquiatra Alfredo Vares propone un criterio simple para separar lo esperable de lo patológico: la reversibilidad. El organismo tolera picos breves. “Es como la bajada de una montaña rusa”, dice, es divertido porque termina. Pero cuando el estado de inquietud se vuelve permanente y “no dejas nunca de caer”, la ansiedad empieza a enfermar.
Vares advierte que no alcanza con tratar a la persona si el entorno sigue siendo hostil: casas caóticas o trabajos abusivos reinstalan el síntoma. De ahí su abordaje complementario: psicoterapia, eventuales fármacos y trabajo sobre el entramado familiar y laboral. Es crítico de apagar el malestar con sustancias recreativas como la marihuana porque instauran una lógica de evitación que debilita los recursos propios. No rechaza los psicofármacos indicados por profesionales: los integra dentro de una estrategia. Para él, disfrutar el camino —con tiempos, límites y frustraciones— es un antídoto frente a la urgencia crónica.
El psicólogo Osvaldo Graña suma otro lente: en clínica, la ansiedad se evalúa por cantidad (cuánto invade el pensamiento) y cualidad (cómo se vive). Cuando ambas se desbordan, la respuesta pierde su función protectora: la persona evita escenarios o los enfrenta con tensión creciente, y el círculo se retroalimenta. Un escenario reiterado puede volverse ansiógeno (el ascensor, una reunión, el escenario) y si la exposición es obligada, el cuerpo paga el precio.
Distingue abordajes: lo cognitivo-conductual reduce el síntoma para permitir afrontamiento; lo psicoanalítico indaga en las causas; la terapia de desensibilización y reprocesamiento mediante movimientos oculares, más conocida como EMDR por su sigla en inglés, trabaja traumas específicos. Estos tienen una meta en común: la autorregulación y encontrar estrategias más sanas para convivir con el entorno y con uno mismo.
Graña dice que, sobre todo en jóvenes, se ve un patrón: posponer exámenes hasta convertir la carrera en imposible. No por desinterés: por imposibilidad de afrontar. Y propone una distinción útil: ansiedad (cognitiva, orientada al futuro, pérdida de control) versus angustia (emoción presente, existencial, opresión en pecho y garganta, sensación de ganas de llorar).
El psiquiatra Alexander Lyford-Pike observa que la pandemia acentuó la ansiedad en todos, pero golpeó mucho más a niños y adolescentes, que vieron interrumpida su socialización: “Quedaron suspendidos en un tiempo artificial: sin escuela, sin amigos”.
También distingue entre una ansiedad normal que impulsa a actuar y una patológica que anticipa el futuro como amenaza. Si el estado se prolonga, el cerebro “se agota”, y la ansiedad sostenida puede derivar en depresión o en cuadros psicosomáticos.
Fuente El País – El Entre Ríos






